lunes, 5 de enero de 2009

El cuarto Rey Mago, el miedo

Gregorio Morán - Revista Sin Permiso
No era fácil ser niño y feliz en la España de los años cuarenta y cincuenta. Pero al menos había una jornada, en general limitada a una mañana, que concentraba la mayor y quizá única felicidad del año. No creo que hubiera un día más feliz en nuestra infancia que el de Reyes y si haciendo un esfuerzo por llegar un poco más allá de la superficie de las cosas tuviéramos que definir en qué consistía la felicidad de entonces, yo no dudaría un momento en la palabra definitoria: la sorpresa.

Porque la sorpresa lo era todo; ni los regalos que aparecían ante nosotros tenían nada que ver con los que habíamos pedido en rigurosa carta, ni sabíamos muy bien si incluso tendríamos regalos o carbón de verdad -esa mariconada del carbón de azúcar llegó con la estupidez y la adolescencia-.

La sorpresa de los regalos de Reyes, el arte con el que lo sencillo se transformaba en insólito, tenía alguna relación con los milagros. No sólo porque era un milagro pensar de dónde se sacaban los fondos para pagar la quincallería, sino porque nada o casi nada se correspondía con nuestros deseos, y sin embargo colmaba nuestras intenciones. La mezcla de fe y de candor que rodeaba los Reyes Magos, con el larguísimo y enrevesado proceso de escribir la carta, de entregarla, de confiar en que alguien la leyera. Todo estaba volcado en un día mágico, que prácticamente se limitaba a la mañana de Reyes -era raro que sobreviviera algún juguete hasta la tarde de autos, en lo que se mezclaba la deleznable calidad de los objetos y nuestra concienzuda manera de agotarlos por la vía de saber “qué llevaban dentro”-....

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