Ramon Boixadera i Bosch
Mientras Tanto
Desde la Segunda Guerra
Mundial, la eliminación de las barreras a la inversión y el comercio
internacionales ha sido fundamental al proyecto hegemónico estadounidense [1]. El
conflicto entre los dos bloques geopolíticos de la Guerra Fría obligó a
Occidente a tolerar —e incluso impulsar— modelos desarrollistas y
proteccionistas para mantener la estabilidad y la paz social en los países
avanzados y el consenso de los países nacidos de la descomposición de viejos
imperios. Sin embargo, con la progresiva erosión del movimiento obrero, tales
compromisos han devenido innecesarios: todos los gobiernos han pasado a
priorizar en su política económica la atracción de la inversión extranjera y la
captura de mercados de exportación, alimentando una dinámica de competencia
entre países que no deriva, como antaño, en guerra entre intereses imperiales,
sino en una creciente acomodación a la voluntad e intereses del capital
transnacional. Este proceso, que ha tenido en el FMI y el Banco Mundial sus
mejores guardianes, fue armonizándose en el campo comercial e inversor con los
acuerdos multilaterales de la
Ronda de Uruguay (1986-1995), que llevaron a la formación de la Organización Mundial
del Comercio (OMC).
La OMC, sin embargo, ha resultado menos efectiva a
los intereses neoliberales que las viejas instituciones de Bretton Woods: la Ronda de Doha, iniciada en
2001, languidece por los intereses divergentes del Norte y las nuevas potencias
del Sur, particularmente en materia agrícola y de patentes.
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