Antonio Muñoz Molina
El País
Que el Gobierno español participe destacadamente en un congreso de la
lengua española, y un congreso además que se dice dedicado en
particular al libro, parece sobre todo un gesto de humor negro. Estos
congresos, a juzgar por la muy limitada experiencia que tengo de alguno
de ellos, son sobre todo ocasiones para que las oligarquías políticas de
los países de habla hispana se entreguen a celebraciones de la belleza y
la pujanza del español que alcanzan espesores selváticos de palabrería.
No hay discurso en el que no se den cifras triunfales sobre el número
de hablantes de nuestra lengua, en particular sobre su avance
demográfico en los Estados Unidos. Y ni siquiera faltan los oradores que
aluden piadosamente a los millones de fieles que rezan en español.
Estuve en el congreso de Cartagena de Indias,
en 2007, y los discursos se sucedían sobre nuestras cabezas tan
implacablemente como borrascas atlánticas, cada uno más entusiasta y
florido que el anterior, con esa tendencia a la proliferación verbal y a
las oraciones subordinadas que parece ya congénita en un idioma maleado
durante siglos por predicadores religiosos, leguleyos fulleros y
demagogos civiles o castrenses.
Que yo sepa, no hay congresos de la lengua inglesa, por ejemplo, y
jamás he escuchado a ningún político americano o británico glosar su
variedad y riqueza ni felicitarse por el número de sus hablantes. En Francia
sí que hay más propensión a celebrar la lengua francesa, y hasta a
adoptar medidas políticas de eficacia dudosa para limitar el contagio
del inglés. Pero es que en Francia, a diferencia de en España o de
cualquier país de habla española, hay una conciencia muy clara del valor
real de la lengua como fuente de prosperidad y como indicio de
civilización.
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