La Jornada
Estamos siendo testigos
de la irrupción de los ciudadanos de innumerables países, que protestan
indignados contra la realidad de un mundo cada vez más injusto, más
inseguro y donde la democracia real se ha vuelto una ilusión. Se trata
de un fenómeno inédito. Las nuevas tecnologías de la información y la
telecomunicación permiten ya no sólo transmitir el malestar, sino
organizar expresiones masivas por canales no controlados ni por el poder
político (gobiernos y partidos) ni por el poder económico (empresas y
corporaciones). Estas
rebeliones ciudadanas, ocurridas de manera espontánea en regiones tan diferentes como el mundo árabe (Egipto, Túnez, Argelia, Marruecos), Europa (Islandia, Grecia, Portugal, España) o América Latina (Chile, México, Brasil), han logrado detener o anular medidas coercitivas, cambiar leyes o derrocar regímenes autoritarios. Son reacciones a la crisis de la civilización moderna. Sin embargo, ahí donde parece que todo termina, es donde todo comienza. Si la protesta callejera, por más impactante que sea, no se transforma en organización autónoma de la sociedad civil, su efecto tenderá a desvanecerse o apagarse y a terminar recluida en el baúl de los recuerdos. ¿Cómo convertir la protesta en una fuerza real de transformación social?
Debemos al pensador lusitano Boaventura de Sousa Santos la expresión
de globalización contra-hegemónica. Bajo este título agrupa los
proyectos, iniciativas y procesos de carácter alternativo que, creados y
ejecutados por la sociedad civil, representan fisuras en el modelo
dominante de la civilización industrial o moderna. Su importancia es
nodal, porque muestra que existen ejemplos y casos exitosos de la
vida realconstruidos sobre valores no sólo alternativos, sino opuestos a los que hoy dominan. Se trata de experiencias autónomas e independientes de los poderes políticos y económicos inspirados en el apoyo mutuo y la cooperación y basados en una economía que es moral, ecológica y solidaria. Hagamos un brevísimo recuento.
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