Augusto Klappenbach
Público.es 
Cuando terminó la segunda guerra 
mundial, que provocó un enfrentamiento entre los países de Europa con un
 coste de vidas y bienes que destrozó el viejo continente, algunos 
dirigentes europeos —como Adenauer, Churchill, De Gasperi—, pensaron que
 era el momento de buscar nuevas bases de entendimiento entre las 
naciones europeas. Y para ello prefirieron comenzar por el comercio: en 
los años cincuenta se funda la Comunidad Europea del Carbón y del Acero 
entre unos pocos países, que fue el embrión de los acuerdos más 
ambiciosos que habrían de seguirle, como el Tratado de Roma que consagra
 la Comunidad Económica Europea o Mercado Común, antecedente inmediato 
de la actual Unión Europea, veintisiete naciones que comparten una 
amplia legislación común y muchas de ellas la misma moneda.
Cuando
 los tratados comerciales iniciales maduraron hacia la actual unión 
política, muchos pensamos —ingenuamente— que esto inauguraba un modelo 
único en el mundo por su amplitud y contenidos, que podía dar lugar a 
una Europa confederal que terminara una vez con rivalidades 
etnocéntricas y guerras fratricidas y generara una mayor igualdad social
 entre los países. Nos equivocamos, como siempre: el carácter comercial 
del los orígenes de la Unión ha vuelto a imponerse sobre las decisiones 
políticas. O mejor dicho: las decisiones políticas han adoptado como 
modelo los intereses comerciales, subordinando a ellos los objetivos 
políticos de la Unión.
Pero
 con una diferencia con el pasado: si en los comienzos los tratados 
comerciales se referían a la economía real, ocupándose de bienes tan 
concretos como el carbón y el acero, en la actualidad el protagonismo ha
 pasado a abstractas transacciones financieras gestionadas por 
especuladores cuyo anonimato los convierte en invulnerables frente a 
cualquier legislación y cuyo poder llega a poner y quitar gobiernos y 
modificar constituciones, como ha sucedido en nuestro país.....
 

 
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