Juan Fco Martín Seco
República.com 
En los comienzos de la industrialización los obreros contemplaban las
 máquinas como una gran amenaza, pensaban que podían robarles su puesto 
de trabajo. Su preocupación en lo inmediato no carecía de cierta lógica.
 Veían que allí donde se necesitaban cien trabajadores, una vez 
mecanizada la producción eran suficientes cincuenta para fabricar lo 
mismo. Sin embargo, andando el tiempo se ha visto que los 
descubrimientos científicos, la tecnología y la mecanización han hecho 
posible el desarrollo y han elevado el nivel y la calidad de vida de la 
clase trabajadora. Y todo ello gracias a los incrementos de 
productividad, que, aunque algunos pretendan confundir ambos conceptos, 
dista mucho de identificarse con la competitividad. De hecho, hoy la 
mayoría de los países y de las empresas buscan la competitividad 
prescindiendo de la productividad por el mecanismo de hundir las 
condiciones laborales y sociales.
Podemos afirmar sin lugar a equivocarnos que en el origen del 
desarrollo social y económico de las sociedades se encuentran los 
enormes incrementos de productividad acaecidos a lo largo de los años. 
Pero ha sido necesario algo más: un pensamiento y una ideología que 
propugnase que todos los ciudadanos se beneficiasen de esos incrementos 
de modo que no fuesen destinados únicamente a aumentar el excedente 
empresarial. Esas mejoras deberían servir para acrecentar las rentas del
 capital, sí, pero también para subir los salarios, e incluso para 
mantener económicamente a aquellos que coyunturalmente no puedan 
trabajar, y todo ello mediante el incremento de los ingresos del Estado 
que redundaría en beneficio de todos los ciudadanos a través de las 
prestaciones sociales.
 

 
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