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Circula un lugar común en estos meses que tiende a reducir la democracia al respeto a la ley. En el Leviatán
de Thomas Hobbes, obra magna del pensamiento conservador, podemos leer
que “es el hombre y sus armas, y no las palabras y las promesas, lo que
afirma la fortaleza y el poder de las leyes”. Hobbes vivió en tiempos de
revolución y no se llamaba a engaños. Para él, esas leyes no eran ni
podían ser otra cosa que la expresión de un orden social concreto. Dos
centurias más tarde, el inspector Javert de Los miserables de
Victor Hugo afirmaba su fe ciega en la legalidad. La ley es la ley,
pensaba, y no tiene ni origen, ni intereses ni fin. No es que Javert no
compartiese el criterio de Hobbes; simplemente lo había olvidado.
La ley no es el mandato de una zarza ardiendo. En un artículo para la Gaceta Renana,
un joven Karl Marx escribió sobre un hecho particular. Para los
campesinos renanos, la libre recolección de leña en sus bosques era
imprescindible para su supervivencia y un derecho ganado a su señor
feudal. De la noche a la mañana las relaciones cambiaron y el bosque se
privatizó. Y la nueva legalidad liberal dijo que ya no se podía
recolectar leña, sino que había que comprarla. El castigo contra el
infractor sería (y fue) en adelante muy duro.
En la transición al capitalismo, en primer lugar se precisaba imponer
una nueva legalidad a los grupos sociales reacios al nuevo orden. Y en
segundo lugar, se debía convertir sus orígenes en un mito, olvidar que
la partera de la ley era la fuerza. Era necesario que se repitiese el
patrón del capitalismo, cuyos inicios estuvieron marcados por la
acumulación de unos gracias a la desposesión violenta de otros,
frecuentemente campesinos......
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