Marcos Roitman Rosenmann 
La Jornada
En 24 países de la 
Europa comunitaria, este 14 de noviembre se han convocado paros 
parciales, y en España, Portugal, Malta y Grecia los sindicatos se han 
decantado por la huelga general. Un malestar acompañado de indignación 
y, por qué no decirlo, de frustración, se adueña de las clases 
trabajadoras. Desde hace dos décadas, en Europa, de forma lenta pero 
continuada, desaparecen derechos considerados universales y de calidad. 
Asimilados como un logro de la democracia representativa y una sociedad 
más justa e igualitaria, pocos podrían haber vaticinado su defunción 
política. Hablamos de educación pública, salud universal, vivienda 
social, salarios dignos o trabajo estable. Hoy estos derechos se 
extinguen en medio de la algarabía de las clases dominantes. El 
presidente de la Confederación de Organizaciones Empresariales de 
España, Joan Rosell, se mofa de las protestas y sus convocantes. 
No tienen propuestas y desde el punto de vista interior, y todavía más desde el punto de vista exterior, la huelga supone un torpedo contra la recuperación. Dicho argumento lo acompaña con su frase preferida:
se acabó el café para todos, aludiendo a la necesidad de acabar definitivamente con el Estado de bienestar. Rosell, acusa a la clase trabajadora de vivir del desempleo y aprovecharse de la buena voluntad de empresarios honrados que trabajan 14 o 16 horas al día, mientras el obrero sólo lo hace ocho horas y protegido por una legislación paternalista. Lo que no dice Rosell es que la CEOE ha recibido 20 mil millones en subvenciones del Instituto de Crédito Oficial en 2012, y la banca, 50 mil millones. Rosell no tiene empacho. Según su teoría, los trabajadores son responsables, en gran medida, de la crisis. Han vivido por encima de sus posibilidades. Hoy deben pagar la factura.
 

 
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