Joaquín Estefanía
El País
Entre los años 1978-1979 Gran Bretaña vivió el invierno del
descontento. El paro había subido a la entonces astronómica y
desconocida cifra de 1,6 millones de personas. El laborista James
Callaghan, sucesor del mítico Harold Wilson, no supo medir la magnitud
de lo que se venía encima y la prensa se burló de él titulando ¿Crisis, qué crisis?
una de sus declaraciones en la que quitaba importancia a las
dificultades de la gente. Los sindicatos convocaron una serie de huelgas
que finalizaron con la convocatoria de elecciones generales que ganó
una conservadora radical como Margaret Thatcher, bajo el principio del
rigor económico y dirigentes fuertes, seguros de sí mismos.
Si hacemos una analogía con la España del presente, aquí ya se habría
producido el cambio político con la victoria arrolladora del Partido
Popular (PP) el pasado mes de noviembre. Cuando los ciudadanos españoles
conocieron el pasado viernes, aterrados, las catastróficas cifras de
desempleo que deja como herencia la Administración socialista, miraron a
su Gobierno para que les diera una cierta esperanza, algo de sosiego,
para conocer tal vez un plan de choque extraordinario contra la tasa de
paro insoportable, pero solo se encontraron con una respuesta automática
de la vicepresidenta (el presidente no consideró oportuno comparecer en
ese momento ante cifras tan dramáticas y generadoras de alarma social):
las reformas son la respuesta.
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