Como antes de la crisis, con más
vigor si cabe, el centro de buena parte del debate académico y político se
sitúa en las cuentas públicas (además del mercado de trabajo), o, para ser más
precisos, en los desequilibrios financieros públicos, como si su existencia
estuviera en el origen, fuera la causa principal de la actual crisis económica
y la restricción más importante para salir de ella.
Y es en ese contexto donde se
proponen y se imponen las “políticas de austeridad” sobre las finanzas
públicas. ¿Quién alzaría la voz en contra del uso racional (razonable) de los
recursos? Ser austeros, evitar el despilfarro debería formar parte de nuestro
código moral más íntimo, permanente e inexpugnable; más aún en los tiempos de
zozobra y angustia que nos ha tocado vivir. Quizá por esa razón sea imposible
encontrar un vocablo más usado (y también más desgastado) que el de
“austeridad”. De modo que aplicar políticas con ese formato sería equivalente a
actuar con racionalidad económica.
Antes se entrar en las
consecuencias de estas políticas, las inmediatas y las de mayor recorrido,
conviene detenerse un momento en reflexionar sobre lo que muy bien cabría
denominar como paradojas y contradicciones de la referidas políticas de
austeridad. Resulta evidente que la problemática de la austeridad desborda ampliamente
el territorio de las finanzas públicas y cobra todo su sentido cuando se
refiere -como la propia crisis y las políticas llevadas a cabo en estos últimos
años han puesto de manifiesto-, al despilfarro presente en el sector privado,
muy especialmente en la esfera financiera con un perfil más especulativo....
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