Público
El derecho y el discurso jurídico desempeñan un papel central en la
configuración de las relaciones de poder. Para imponer un programa de
recortes sociales, una actuación policial e incluso una movilización de
protesta, hace falta fuerza. Pero también capacidad de apelar al derecho
como fuente de justificación. La legalidad o ilegalidad de una
actuación no la convierte en justa, sin más. Sin embargo, es un
termómetro que contribuye a calibrar la legitimidad del poder. Y de las
resistencias que se alzan contra sus manifestaciones arbitrarias.
Este principio básico explica que el derecho y su interpretación sean
un ámbito de disputa permanente. No hay poder que no intente cubrir sus
actuaciones con el manto de la legalidad. Las legítimas, sin duda. Pero
también aquellas que no lo son. En nombre de la ley, se pueden asegurar
derechos pero también asentar privilegios. Se puede reprimir y eliminar
sin contemplaciones las aspiraciones legítimas de miles de personas.
Esta arbitrariedad disfrazada de legalidad, no obstante, casi siempre
encuentra una Antígona dispuesta a desenmascararla. También en nombre
del derecho y la razón.
Resistir al derecho en nombre del derecho está lejos de ser una
contradicción. La legalidad de nuestra época es una legalidad exigente.
Buena parte de ella consiste en tratados, constituciones y cartas
impensables sin la derrota de los fascismos y otras dictaduras que
asolaron el siglo XX. La Declaración de Derechos Humanos de 1948 y los
Pactos Internacionales de 1966 están inscritos en su código genético.
Integran el ADN de una legalidad que reconoce derechos universales y
principios garantistas, que entraña límites y controles a todo tipo de
poderes, públicos y privados, de estado y de mercado, y que está situada
en la cúspide de los ordenamientos jurídicos....
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