martes, 7 de febrero de 2012

La ilegalidad del poder

Jaume Asens y Gerardo Pisarello
Público

El derecho y el discurso jurídico desempeñan un papel central en la configuración de las relaciones de poder. Para imponer un programa de recortes sociales, una actuación policial e incluso una movilización de protesta, hace falta fuerza. Pero también capacidad de apelar al derecho como fuente de justificación. La legalidad o ilegalidad de una actuación no la convierte en justa, sin más. Sin embargo, es un termómetro que contribuye a calibrar la legitimidad del poder. Y de las resistencias que se alzan contra sus manifestaciones arbitrarias.
 
Este principio básico explica que el derecho y su interpretación sean un ámbito de disputa permanente. No hay poder que no intente cubrir sus actuaciones con el manto de la legalidad. Las legítimas, sin duda. Pero también aquellas que no lo son. En nombre de la ley, se pueden asegurar derechos pero también asentar privilegios. Se puede reprimir y eliminar sin contemplaciones las aspiraciones legítimas de miles de personas. Esta arbitrariedad disfrazada de legalidad, no obstante, casi siempre encuentra una Antígona dispuesta a desenmascararla. También en nombre del derecho y la razón.
 
Resistir al derecho en nombre del derecho está lejos de ser una contradicción. La legalidad de nuestra época es una legalidad exigente. Buena parte de ella consiste en tratados, constituciones y cartas impensables sin la derrota de los fascismos y otras dictaduras que asolaron el siglo XX. La Declaración de Derechos Humanos de 1948 y los Pactos Internacionales de 1966 están inscritos en su código genético. Integran el ADN de una legalidad que reconoce derechos universales y principios garantistas, que entraña límites y controles a todo tipo de poderes, públicos y privados, de estado y de mercado, y que está situada en la cúspide de los ordenamientos jurídicos....
 

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