Monserrat Galcerán.
Diagonal
Decían los clásicos que
una situación revolucionaria
se caracteriza por
la existencia de un doble
poder: el poder del Estado, expresado
en sus instituciones gubernativas
tales como el Ejecutivo, la policía,
los tribunales de Justicia y los
Parlamentos; y de otro lado la pléyade
de asociaciones, consejos, comunas
o colectivos en los que ‘el
pueblo’ se organiza, debate y emprende
las correspondientes acciones.
Durante una revolución esos
dos poderes coexisten; históricamente
el proceso termina cuando
uno de ellos triunfa, ya sea por un
golpe de la contrarrevolución que
restaura la situación anterior, ya sea
por un avance de la revolución que
crea nuevas instituciones.
Así fue en las revoluciones clásicas,
en las que el conflicto terminaba
con un enfrentamiento armado.
La novedad de los procesos constituyentes
a finales del siglo XX y en
el XXI, especialmente en América
Latina, es que los movimientos sociales
logran construir plataformas
políticas con las que acceder al poder
del Estado por la vía electoral,
pero el doble poder perdura en convivencia
tensa con el poder estatal.
El poder colectivo no desaparece en
las instituciones estatales ni se agota
en los procesos electorales, manteniendo
siempre un ‘contra-poder’
en acto en el que se expresa la
potencia colectiva desafiando el
poder institucionalizado......
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