Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
Las grandes
manifestaciones que se han desarrollado en más de 80 países y casi mil
ciudades del planeta, constatan el malestar general de cientos de miles
de personas, anónimas la mayoría, que por primera vez, en algunos casos,
salieron a la calle a mostrar su rechazo al poder de la banca, el
capital financiero y las trasnacionales. Sin duda han existido otros
motivos, pero en líneas generales ese ha sido el punto de unión que las
identifica.
La actual crisis se expresa por el poder desmedido acumulado por los
centros de decisión financiera. Poder que es proporcional a la pérdida
de autonomía de la política. La balanza desde hace muchos años se ha
desequilibrado en favor de los mercados. Las propuestas del G-20,
lanzadas el mismo 15 de octubre, de seguir desregulando, se convierten
en más de lo mismo. En otras palabras, apagar el fuego con gasolina. Los
banqueros son perseverantes, y mientras queden leyes reguladoras
seguirán buscando su derogación, en pro de legitimar inversiones
especulativas de riesgo sin considerar las repercusiones sociales ni
políticas, aunque ello suponga un suicidio en el medio plazo. La
avaricia es el sino del capitalismo y no su excepción. Quienes hoy
deciden no están dispuestos a retroceder ni un milímetro. Y la clase
política prisionera de los mercados, tampoco reacciona. En este
contexto, el panorama se vuelve gris y la atmósfera espesa. No hay quien
tenga voluntad de poner el cascabel al gato o lo que es lo mismo meter
en vereda a los especuladores, banqueros, empresarios y políticos
corruptos. La política con mayúsculas, se bate en retirada. Postrados
ante los amos de las finanzas, quienes practican la política chatarra
prefieren arrodillarse y bajar la cabeza, convirtiendo el proceso de
toma de decisiones en un complemento desde el cual garantizar el
itinerario diseñado por las grandes corporaciones y sus magnates a fin
de agrandar la brecha entre ricos y pobres......
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